martes, 24 de agosto de 2010

Carta a un amigo de nuestro patrono Esteban Echeverría

Las almas de fuego no sienten como las almas vulgares.


Querido amigo: después de tu partida, un suceso infausto ha venido a interrumpir la tranquilidad de mi corazón. En el seno de mis ilusiones y al abrigo del cariño maternal yo me reposaba sin imaginarme, ni aun en sueños, que la desgracia avara del bien podía venir a arrebatarme de ese mundo de glorias engendrado por mi imaginación, para trasportarme a otro lleno de imágenes sombrías y de realidades terribles. La previsión maternal me evitaba mil inquietudes y zozobras y mi ser en una armonía perfecta gozaba de aquel bien inefable que no tiene nombre en la tierra y que en la lengua de los ángeles se llama felicidad. Mi madre también era feliz al ver el esmero que yo ponía en agradarla, al paso que lisonjeado con la idea de que llegaría el día en que pudiese recompensar de algún modo sus bondades y cariños, proporcionándole una vejez cómoda y tranquila, yo me afanaba en enriquecer mi inteligencia correspondiendo a sus deseos para poder entrar a desempeñar con suceso en la sociedad los deberes de hombre. Pero temo, amigo, que mis esperanzas sean ilusorias: una melancolía profunda se ha amparado de su espíritu; ha renunciado a todo alimento y va perdiendo poco a poco sus fuerzas. Un presentimiento fatal le dice, como en secreto, que se acerca el término de su carrera y la hace desesperar de su salud. En vano trato yo de disuadirla para que aleje de su imaginación esas lúgubres ideas y se libre a su jovialidad ordinaria; en vano, amigo: una especie de vértigo embarga sus sentidos y no presenta a su espíritu enervado sino imágenes de muerte. Parece que una mano oculta la arrastra hacia el sepulcro. ¡Qué desdichado seré si pierdo a esta buena madre! ¿Quién será mi mentor y mi guía en el camino del mundo? Tiemblo al pensarlo solamente. Sin experiencia en la edad de las pasiones, devorado de mil deseos, ¿quién será mi consejo? ¿Quién me ayudará a retener estos impulsos violentos del corazón y me hará oír la voz de la razón en medio de la tormenta de las pasiones? ¿Quién me emulará en mis estudios y me enseñará el camino por donde se llega a la ilustración? ¿Quién será, en fin, mi verdadero amigo?

Una idea me atormenta: creo haber sido la causa involuntaria de la melancolía que la consume. Los halagos seductores de una mujer me arrastraron a algunos excesos; la ignorancia y la indiscreción propagaron y exageraron estos extravíos de mi inexperiencia: ella los supo y desde entonces data su enfermedad: calla por no afligirme, sin duda, pero yo he creído leer en su semblante mi acusación y mi martirio.

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